lunes, 3 de octubre de 2016


En esta ocasión hablaremos de un tema que personalmente me fascina, la leyenda de la Condesa, analizaremos varios puntos sustanciales junto con otra leyenda de la región, para determinar el verdadero personaje que habito la Hacienda de San Cristóbal, y haremos una pequeña reseña de sus habitantes en los siglos XVII y XIX. Solo necesito que estén atentos. Les dejo copia de la leyenda de la Condesa de José Zavala Paz.

LA CONDESA DEL PEDREGUERO.


La tarde agonizaba, Acámbaro con profundo fervor religioso y con ejemplar veneración recordaba en aquellas últimas horas del Viernes Santo la muerte del Redentor.
Un hombre ingenuo y sencillo llamado Pantaleón volvía con el alma contrita hacia su casa. Dejando la ciudad a sus espaldas había cruzado el río Lerma y estaba ya a las puestas de una vetusta mansión. Pero antes de penetrar en tan ruinoso caserón conocido con el nombre de “San Cristóbal”, sentase a descansar en un poyito de piedra que a la entrada había.


Una bruma gris entoldaba el cielo y un calor sofocante asfixiaba la tierra. Agobiado por el bochorno y la fatiga Pantaleón empezaba a quedarse dormido cuando presentóse ante él intempestivamente una distinguidísima dama, que a juzgar por sus exterioridades, de alta alcurnia era aquella mujer: ¿Pero quién podría ser aquella dama tan bella, tan rica y tan gentilmente ataviada? Pantaleón nunca tuvo respuesta a su pregunta; pero un desocupado curioso molestando amigos, consultando peritos descifrando empolvados pergaminos e imaginando gran parte de lo no visto ni contado, refiere así a la historia de aquella peregrina y celebérrima mujer.

Era la condesa del Pedreguero.

Parece que la condesa fué hija bastarda de un noble francés de los brillantes tiempos de Luis XIV de Francia. A estas tierras vino posiblemente con el séquito del Duque de Albuquerque o con el sucesor de éste, con el Duque de Linares y Marqués de Valdefuentes D. Fernando Alencastre Noreña y Silva, Virreyes de la Nueva España, a principios del siglo XVIII.

La condesa vivía con mil extravagancias y locuras. Era el centro de las coqueterías y aventuras amorosas y muy pronto fue el blanco y comidilla de todos: la mujer más escandalosa que arrastraba siempre su vida en las delicias de amores vergonzosos. La Condesa abandonó un día  la corte y la ciudad y con pingües rentas y con todo el boato que antaño tenía en la capital, instalóse en la Hacienda de beneficio de “San Cristóbal” en las goteras de Acámbaro. Desde ahí regenteaba sus posesiones inmensas que se extendían desde el río Lerma hasta el río Balsas. Mas la Condesa envejecía a todas luces y, si la dicha perfecta llega con el atardecer para quien supo emplear con fruto la jornada, para quien despilfarró lo mejor de su vida llega con el declinar de los años un vacío y una soledad inmensos que no es fácil llenar. Se dió entonces en la idea de buscar un marido, ¿Pero quién iba a casarse con ella?

En una de sus muchas haciendas encontró un joven alto y bien proporcionado, arrogante y muy diestro en las suertes de torear y lazar, hijo de padre español y de madre mexicana, llamado Alfonso.

A la Condesa parecióle un hallazgo del cielo y decidióse a jugar con él su última aventura amorosa. Más ¡no tenía remedio! ¡Ella debía cortejarlo!
Y volaba su imaginación de Alfonso a Acámbaro, a un jacalito de las orillas del río Lerma en donde vivía una mujercita santa y sencilla con la que platicaba cositas de amor, llamada María del Refugio.


Mas para Alfonso, la Condesa era una mujer apergaminada y ridícula. Su voz es siempre, aun en materia de amor, autoritaria y terminante.

Salió de Púcuaro Alfonso hacia Acámbaro con una carta importantísima de la Condesa al Sr. Cura en la que le suplicaba que arreglase a la mayor brevedad el matrimonio de que le hablaría  Alfonso. Pero Alfonso raptaría a María del Refugio, la haría su esposa.

Nadie podría describir el exceso de rabia que se apoderó de la Iltre. Condesa del Pedreguero. Ella con su orgullo humillado y su corazón burlado exigía una venganza ejemplar el plan por lo demás sería bien sencillo se apoderaría de María del Refugio, la lugareña vulgar que le había suplantado, y una vez que la tuviera en sus manos y la hiciera sufrir mucho, mucho,  atraparía también a Alfonso.

Pero como lograría está empresa, habíanle informado que Alfonso había entrado a trabajar con los PP. Franciscanos y que para ellos labraba unas haciendas en las cercanías de Acámbaro, y que Refugio vivía en una casita contigua a la tapia del convento, propiedad del monasterio. Hacer un camino subterráneo desde San Cristóbal a la casa de María del Refugio. Para ello había un obstáculo que se creyó al principio insuperable, la impetuosa corriente del río Lerma.


Mas como la empresa era larga y entretenida, dispuso la  Condesa que iría entretanto a dar una vuelta a sus inmensos dominios para distraer  sus impacientes deseos de venganza, fue aquel viaje indigno de referirse y de contarse en todos lados dejó huella de horror y de sangre.

Un día llegóse a la Condesa un correo que le llevaba la feliz noticia de que el camino subterráneo estaba terminado. Más apenas si pudo hacer algunas jornadas porque enfermó gravemente y tuvo que guardar cama en Tuxpan Mich. La Condesa vio cómo la vida se le desvanecía. Era urgente reconciliarse con Dios. Optó entonces por recurrir a un santo y sapientísimo sacerdote de la Compañía de Jesús, para que escuchase su confesión. Y por sugerencia del confesor o porque ella espontáneamente se ofreciese se comprometió a construir tres templos, el de Tuxpan el de Jungapero y la Parroquia antigua de Zitacuaro. Había que indemnizar larga y crecidamente a las familias cuyos hijos ella había asesinado. Se fundaría un colegio en donde se educaran niños indigente; un hospital y un hospicio; un hospedería; una casa de recogidas; se dotaría muy bien a todas las iglesias de la comarca.

Así las cosas, la Condesa recibió la visita de la muerte en Tuxpan, en donde hasta hoy en día, en el anexo parroquial, están sus despojos mortales. Estos descansaron en paz mientras estuvo cumpliendo la voluntad última de la Condesa. Más vino la expulsión de los Jesuitas de toda la Nueva España en 1767 y como éstos eran los albaceas del testamento nadie se cuidó más tarde de cumplir los legados piadosos de la Condesa que no puede gozar de Dios mientras en alguna forma no se reparen tantos crímenes. Desde entonces anda desesperada por todos lados, y para emplear la expresión consagrada por el uso, “anda penando”.


Tal aconteció en la tarde de aquel Vienes Santo. Doscientos años atrás en aquel mismo día y hora en su regia mansión de San Cristóbal había cometido atroces crímenes. Ahora, sintiendo vergüenza y asco por sus pecados, volvía a llorar y lamentar sus pasados yerros. Pantaleón, pálido, desencajado, sin poder articular palabra salía de San Cristóbal a llamar a un padre Franciscano del Convento de Acámbaro para que exorcizase toda la casa porque a no dudarlo habitaban ahí los duendes y las brujas y quizá todos los demonios.


Así lo escribe Don José Zavala Paz, en su libro “El Bajío”, donde relata las leyendas más arraigadas de los pueblos del Bajío mexicano, entre estas se encuentra la leyenda de la “Condesa” desarrollada en la hacienda de Sn Cristóbal, a las afueras de Acámbaro Gto.

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