lunes, 14 de marzo de 2016

Veremos ahora este tramo de la calle Juárez casi esquina con Leona Vicario frente al jardín, en primer plano de mano derecha podemos observar una casa colonial que gracias a Dios no ha sido modificada en su interior, antes de ser de su actual propietario, había ahí una tlapalería la Reyna no se de quien era tal vez de don Luis Duran casado con Alicia Escamilla López. Esta casa fue remodelada por fuera tal vez allá por los años treinta o antes, a su fisonomía actual. Es importante mencionar que en esa casa vivió don Waldemar Julsrud, tema para otra ocasión. En seguida se puede apreciar la casa de los Quintero Álvarez, una casa de gran belleza y gran magnitud de estilo Neoclásico sumamente profuso con hermosos entrepisos, pienso yo que segundo tercio del siglo XIX, en esta casa nació el poeta acambarense Alberto Quintero Álvarez el 25 de enero de 1914.



Hablar de Alberto es hablar de un gran espíritu de fuerza creadora, sensible hasta lo divino, de corta vida entre el pueblo y la ciudad, entre las tertulias y el cine, entre los amigos y la familia. De fina pluma de armoniosa palabra, su obra te lleva a parajes acambarenses no perceptibles, que te tocan las fibras más sublimes, más finas, una fuerza que emana de ellas, fuerza que lo hizo producir tan amplia gamas de contrastes poéticos que solo logran los grandes, esa sintonía entre lo terrenal y lo imperceptible, es Alberto, ve lo que nadie ve, su poesía es una visualización de temas que observa y plasma con gran sensibilidad, otros aspectos que la mayoría no siente, no se percata y por lo tanto pasan desapercibidos, su poesía es una búsqueda simbólica de la realidad que él solo mira. Su obra hace alusión al simbolismo que observa, el equilibrio entre su interior y el mundo exterior entre lo inconsciente y consciente y lo plasma en ideas de su verdad, da paso a la fuerza divina, a la creación de nuevas formas de ver el entorno, la vida, mientras que el aspecto moral añade la parte dramática, a la par de las pasiones del corazón humano, es un paisaje interior que persistente en un equilibrio entre el mundo sensible y el alma, finalmente esta fuerza divina que permanece con diferentes figuras, es la pasión que él sentía por la vida y quedará plasmada en forma atemporal en su poesía, en los paisajes que el admiraba, en los que él se inspiró, en los verdes campos, en campiña que tanto añoraba, en las añeja calles empedradas, en esos olores que le evocaban mil recuerdos, ahí está él su alma creadora en las que convergen todas las ideas del cosmos, en perfección, en tiempo, en espacio en amor”. René Ignacio Quintero Vega 2016.
Existe una poesía que me encanta de él y la escribió en su lecho de muerte, plasma una sensibilidad con ansia angustia y que me la trasmite cada vez que la leo:
Qué oscura mi vida, madre, qué oscura
Silencio de noche
Qué oscura está mi vida, madre.
Qué oscuro silencio de noche.
Cópula de mí mismo, cóncava
Noche de este Templo maldito.
Hoy mis ojos se han abierto.
Madre, y no vieron, y he temblado
Mas no eran ellos; era el templo.
Era yo mismo, aquí en mi cuerpo.
ávidas
Piel mía, yemas mías
(dos palabras tachadas)
ciegas táctiles
antenas
Lazarillos de mis pupilas
Destello térmico (candente)
Ciegas, fosfóricas luciérnagas
de mi sexo, yo he sido vuestro.

Yo seguí las verdes centellas
De mis dedos crispados
(Madre, sin fe te invoco
Mi inteligencia se revuelve

Yo seguí las verdes centellas
que el árbol da en la noche eléctrica.

Desgraciadamente perdimos esta casa a en la década de los sesenta, como perdimos gran parte de nuestro patrimonio arquitectónico, su terreno lo ocupa actualmente el Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros, inmediatamente sobre la derecha estaba la casa de los Valdez, un bello edificio de finales del siglo XVIII, desgraciadamente lo perdimos, en su lugar estuvo un cafecito muy afamado en la década de los 70´s y 80´s llamado “Flipper”.






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